Y LA ANTIMEMORIA
¡Bendita globalización! Parece ser que todo lo relacionado a ella siempre se encuentra en un estado de calor extremo, en un derretimiento confuso, constante e imparable. Quienes no se adapten, no por voluntad propia sino porque las herramientas que tienen les da con las justas para construirse una balsa de madera, igual serán tragados por el mar de lava caliente que parece, por su velocidad, cada día dirigirse hacia algún lado. Tal y como si se tratara de un juego: uno por supuesto en el que perder es cotidiano; uno en el que al ser revolcado por la magma furiosa que tapa boca y orejas, licua intestinos y deja la piel como el recuerdo de una hormiga, no te mata. Pues, aunque ahora las misas se den por transmisión en Facebook, la muerte parece seguir siendo improductiva —ni hablar de la muerte asistida solo apta para quienes pueden costearse abogados que han leído a Kafka—.
Por supuesto están quienes parecen tener piel de titanio, pues el maremoto nunca les afecta. Surfean en libertad y sin polo. Y de paso te gritan “¡Ponle esfuerzo y verás qué fácil es!”. Aquí veremos que no todo lo fácil se ha logrado con esfuerzo. Es fácil, por ejemplo, conseguir una conmoción emocional en el público mostrando a alguien desgarrado por el dolor, como vemos en las escenas de Canción sin nombre (Melina Leon, 2019), donde hay un criterio libre de todo esfuerzo por mostrar el martirio y sólo eso de una madre arrebatada de su hijo. Sufrimiento estilizado que al parecer tanto agrada en Cannes.
En Manco Cápac, sin necesidad de haber visitado Puno —como sin haber vivido la dictadura fujimorista— uno puede hacerse la idea del dolor que se debe sentir ante el frío de la calle y la noche, sin techo ni sábanas, afrontar la helada con nada más que tú mismo; y, sin embargo, Henry Vallejo, el director, no opta en ningún momento por embadurnarnos los ojos de ese sufrimiento engorroso. Habría que ser muy flojo para pensar que se trata de un gesto piadoso del director para ahorrarnos ese trayecto desagradable. Es, en todo caso, un camino demasiado iluminado, con señales, semáforos y restaurantes en un lado, y con directores de foto que migran de cuando en cuando a la publicidad y a los salones de clases en la otra acera (actos no muy distintos entre sí en tanto hablamos de vender humo en ambos).
Bien, en este caso hablamos de un camino, si no tan pavimentado ni con vereda señalizada, sí de uno que Henry Vallejo se ha venido labrando desde el Misterio del Kharisiri (2005), película de terror que ciertamente tiene pretensiones comerciales, pero de la que se puede observar ideas que han prevalecido y germinado en su obra posterior.
En el Misterio del Kharisiri, la reportera perdida, Mariela, deambula por las calles de un pueblo que, si bien conoce, se le aparece como ajeno. Para alimentar esta idea, Henry Vallejo decide enfrentar a su personaje ante un sentir colectivo, no contra una masa de gente. No, en este caso la cámara apunta al sentir de la gente del pueblo que festeja. Y es en el contraste del sentir de Mariela —un sentir sutilmente lejano, pues no es alguien que odia a la gente ni mucho menos a las fiestas— con el de la celebración —autosuficiente y completa en sí misma— que se genera el encantamiento: la semilla echa raíces.
Dieciséis años más tarde, vemos el tallo erguido en Manco Cápac, con un Elisbán (interpretado por Jesús Luque) que, cuando se encuentra en las calles de Puno con una propuesta artística colectiva como es un pasacalle o una fiesta patronal, se siente perdido, intenta pasar desapercibido, atraviesa caminando algo que realmente no lo interpela. Pero al ver las propuestas individuales, como la del intérprete callejero allá por el tramo final del film, se detiene y lo aprecia, incluso ríe un rato. Así despierta entonces esa admiración por el ser artista. No en el sentido de admirar a un artista en particular sino a la consciencia —quizá por primera vez— del concepto de artista como una categoría que puede elevar a una persona particular y lo privilegia de cierta atención casi ritual de un público. Esta figura la vimos de forma más evidente en Paraíso (Héctor Gálvez, 2009) cuando Joaquín ve en el equilibrista cirquero disfrazado de Spiderman un vestigio de lo que busca para salir del anonimato pandillaje.
Además, en Manco Cápac, Henry Vallejo decide explorar cuestiones relacionadas a la apropiación cultural, bondad de la globalización que interpela a la contemporaneidad de los pueblos modernizados a la mala. Dieciséis años no pasan en vano. Ya no estamos frente a alguien que quiere rescatar los mitos y leyendas de una comunidad, sino a alguien que decide mostrar las contradicciones pintorescas de la posmodernidad forzada en pueblos que oscilan entre el pasado, el flujo del tiempo y la anti-memoria. Lo vemos cuando Elisbán, un quechuahablante natural, entra al bar de nombre “Pacha”, cuyo dueño lo confunde con alguien que viene a sacar la basura por unos cuantos soles —negocio que al parecer Elisbán desconocía-, pero que le da trabajo como mozo con paga en dólares.
Habría que estar muy cansado para calificar a Manco Cápac como un coming of age rural o un drama. Cansado y melancólico también, pues —habríamos de confesar— se estaría extrañando lo que se acostumbra ver en esos géneros. Sin embargo, peor que el cansancio son los clichés. Así que decir que Manco Cápac rompe con esas categorías no estaría ayudando mucho. Se puede sí tener en claro que la película no busca forzar las contradicciones de la contemporaneidad de los pueblos andinos o resignificar la despersonalización o alienación de los sujetos que, ahora, la componen. Y eso no le quita el carácter crítico, pues si bien el propio Henry Vallejo delata una intención emancipadora de lo indio en sus entrevistas, el film no termina siendo conservador ni autocomplaciente. Pero es, en este caso, una interpretación, y no un desmantelamiento de la realidad peruana, valiosa —la interpretación— en sí al poner el foco en el borde más extremo de lo marginal de la sociedad peruviana y sobre todo del cine.
La escena inicial de Manco Cápac se disputa entre la contemplación y la lectura. Entre la realidad social dura y la belleza de una imagen cinematográfica que utiliza el reflejo de la ventana como una dialéctica del espejo, la representación y la realidad. Además, al ser tan cargada de significado, las lecturas no se agotan para esta primera secuencia. Esa potencia inicial se genera justamente en la tensión entre el valor simbólico —reflejo en la ventana y postura fetal del personaje— y el valor estético, logrado, entre otras cosas, por un factor vital: la duración de la escena. Siendo así la cadencia inicial una introducción a la concepción que hay y al lugar que ocupa el tiempo.
Este tipo de film sigue la línea de Samichay (Mauricio Franco Tosso, 2020), pues es una búsqueda de lo andino a través del entendimiento del tiempo como algo palpable. Algo que pesa, dura y concluye. Es opuesto a la lógica por la que apuesta la publicidad cuando busca transmitir el feel de los andes usando planos rápidos, paisajes imponentes soltando neblinas en cámara lenta, buscando siempre una fotografía que oscile entre Baraka de Ron Fricke (1992) y National Geographic. Anhelando con la baba goteando sobre sus cámaras blackmagic una imagen efectista de impacto visual, una táctica del neuromarketing que, intuyen clave, bulle bajo el deseo de recibir un premio en algún festival que tenga sede en San Isidro.
Pero hay que estar atento al tiempo. Y sobre todo a nuestras formas de rebotar —no siempre de forma positiva, crítica— a las obras que buscan interpelarnos y no conjugarnos. Ya tuvimos bastante de ayayeros audiovisuales, frames y saberes instagrameables.
Marco Zapata / Andares Cine