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LA REVOLUCIÓN DEL AFECTO (2022)

Actualizado: 23 ago 2022

AUTOPSIAS


Es importante que un realizador (y artista) peruano esté inmiscuyéndose en la memoria desde la tribuna experimental. Sobre todo, cuando la memoria que le compete, su memoria individual y su intención autobiográfica, inevitablemente termina siendo sal sobre la herida sin cerrar que llevamos todos los peruanos respecto a lo que sucedió en las décadas finales del siglo XX. Ni la mitificación del pasado incaico, su romantización exagerada o su desproporción moral, se puede comparar al tamaño y peso que tiene la “historia oficial” sobre lo sucedido en aquella época explosiva del conflicto armado interno. Ese pedazo de tiempo roto que da aspecto de descuidado al edificio de la patria, es pues nuestro pasado más cercano y todo debate político, social o económico que pretenda sumergirse nos lleva inevitablemente allí, a ese trauma maldito.



Isaac Ernesto trabaja con la memoria, pero su obra no se limita al documental, al mero documento. La ruta de la experimentación le conviene como instrumento complejo para abordar temas que también lo son. ¿Una forma efectiva de hacerle justicia a la tierra con la pala? Pero lo valioso aquí es que la cuestión del conflicto armado, un tema sobre el pasado reciente, aparece siempre como algo nuevo. Isaac escarba y parece nunca acabar. Tan poco hemos explorado esa llaga, tanto nos hemos acostumbrado a la pus, que cada vez que el artista retira capas y en su lugar pone un espejo nos sorprendemos de lo similar que se ve a nosotros aquella persona reflejada.

Luego tenemos a Adriana Ciudad, quien se aboca principalmente a la plástica y pintura gracias a la cantidad de viajes que tuvo en su infancia y a la huella cromática que ello le dejó. Los viajes son importantes para Ciudad, los viajes y las estancias. Su tránsito de la pintura e instalación en el espacio galerial hacia la calle —y sobre todo en qué calle: ¿serán las de Berlín, Lima o Bogotá?— es un escalón importante en su labor artística. Esto debido a que, una vez fuera del cubo blanco (galería, museo o espacio de exposición), Ciudad se ve enfrentada a otra lógica; lo que da fruto a su instalación “Amazonas, ¿amor o carne?” (Semana de Arte Contemporáneo, SACO, en Antofagasta, Chile, 2017): un altoparlante usualmente utilizado por DJs para escuchar reggaeton en las calles, pero que esta vez, a través del diseño sonoro, busca incidir en la comodidad del lenguaje misógino y la pasividad aceptada frente a él en estas canciones.


El trasfondo social no debe opacar el aspecto más superficial del asunto. Pues es en este ejercicio de salir a la calle, Ciudad añade a sus trabajos un elemento escencial para las proyecciones en los cubos negros: el sonido. Fue eso lo primero que choca cotidianamente a la artista al regresar a Latinoamérica luego de pasar once años en Berlín. En esta parte del mundo nuestro espacio personal es algo diluido y qué mejor que el sonido para cumplir esa labor de choque. Un elemento abstracto e inmaterial que penetra fácilmente y transmite mensajes, sino además reflejos.


EL MEDIO ES EL MENSAJE


Comencemos hablando de ese componente característico en este ir y venir de correspondencias que es La revolución del afecto (Adriana Ciudad Witzel e Isaac Enesto, 2022), presentada recientemente en la décimo tercera edición del festival Al Este y en la segunda del festival Atemporal. El sonido. En particular, la voz. Esto porque no es un asunto puramente técnico. Es inevitable que la voz, en estos casos, deje de ser un medio para convertirse también en el mensaje, en un componente creativo más. Pero este plus en el contenido puede hacer sombra a la participación del espectador. Y es justamente por el carácter desnudo de la voz, su inapelable referencia con lo real y particular de una persona. Mientras a quienes husmeamos la conversación no nos queda más remedio que asentir con la cabeza, pues ya no hay nada que completar. La voz, con su tono, peso y connotación, rellena una intención ya taponada de otras intenciones más, como las que componen el género de carta fílmica o, en este caso, el manifiesto que de ella deriva.


Aunque ello no termina por opacar la fuerza de las reflexiones y revelaciones en aquellas cartas. Y es que esa desnudez de los testimonios, termina siendo más avasalladora que la de la propia voz. Pero cuidado, que esto va más allá de un exhibicionismo autobiográfico. No se trata de una carpeta de recuerdos, hay algo que los borda y es la conversación.


Adriana revela cuestiones de su intimidad familiar que no cuenta en las entrevistas que le han hecho como artista, situaciones que no tienen que ver ya con viajes y experiencias con la luz de los diferentes cielos; sino con cuestiones que la mantuvieron vulnerable y representan una marca en su psique, en su desarrollo normal como estudiante de arte, como hija y mujer. Y lo hace, claro, porque se trata de Isaac, amigo cercano, al que se le puede comunicar cosas de cierta fuerza —íntima— y forma —audiovisual—, recibiendo de vuelta siempre un empujón más para seguir subiendo esa escalera infinita que es la buena conversación. Dos artistas haciendo el “arte de la conversación”, actividad que, por supuesto, no está reservada únicamente para artistas, o para lectores, pues hay quienes creen que para la buena conversa se necesita ser un buen lector porque se considera que así se es capaz de prestar la misma atención que a un libro. Efectivamente la atención es vital. Pero no creo que solo artistas y lectores sean los únicos capaces de dar una buena conversación. Creo que la conversación es otro músculo, una facultad con la que se nace y también se ejercita. No es solo atención, es también la capacidad de construir sobre los materiales que te da el otro, sin importar que tan compactos o sueltos estén. Eso les funciona bien a Ciudad y (Isaac) Ernesto, saben construir sobre lo dicho, se arriesgan, proponen y resignifican, como el caso del “abuelo nazi”, o la lectura sobre el reecuentro con la madre que Adriana hace sobre Isaac. Los vemos tocándose carne y nadie dice “¡Au!”.


RE-REVOLUCIÓN


Estas correspondencias parecen escribirse en el momento, navegan libremente mientras se arman en una dirección, confluyen en un puerto y de inmediato zarpan hacia otro. Y aunque será difícil saber qué tan predispuesto estaba ese final de “manifiesto revolucionario”, la capacidad de síntesis de estos aparentes vaivenes y tanteos se puede comparar a la de una epifanía natural durante una prolongada charla.


La obra cumple su fin de escapar de lo íntimo. El empaquetado de correspondencia trae una propuesta —ni de corte programática ni de tufo neo yogui mística— de cambios a nivel micropolítico, algo aparentemente pequeño. Cuestiones básicas como compartir las labores del hogar o la preocupación por la estabilidad emocional que históricamente han sido relegadas, con suerte, a lo secundario. Ambos artistas lo señalan bien en la figura del hombre del cambio, progresista, revolucionario, pero que en casa, su entorno más íntimo, parece emular bien la paradoja del cambio para que todo siga igual. La crítica que hace el film a esta figura es contundente y terminan por rebosar a este prototipo de hombre intelectual como un cavernícola que sale de casa con su mazo a luchar una de esas batallas que se libran para que todo siga tal cual como está. Y robo esa frase final del gatopardismo para reordenarla a mi favor. Pues no se trata aquí de una lucha cínica con el transfondo de mantener el status quo opresor, sino de involuntariamente —¡tontamente!— mantenerlo. Si es tan natural tropezar con la misma piedra, entonces, ¿nos queda otra forma de ver, si no es con desilusión, aquella lucha ferviente del ayer?


Cuando el cine autobiográfico era acusado como consecuencia de una despolitización ante el fracaso de la izquierda militante en Latinoamérica, y del que solo nos quedaba dudas y preguntas a medias con los del pasado, como en Sibila (Teresa Arredondo, 2012), o recuerdos e identidades paternales que reconstruir como Alias Alejandro (Alejandro Cárdenas, 2005) —en donde también se habla de la figura del macho revolucionario, pero sin demasiada profundidad—, llega este compendio de correspondencias, cuya frescura le permite flexibilizarse hasta hacerse un ensayo de manifiestos, cargado de críticas que no se cuidan de interpelar tajantemente el pasado oficial, un patrimonio de la corrección política más normalizada que los autores decidieron superar. Y, además, con el componente autobiográfico como punta de lanza, o como primera capa que les permite recubrir un conjunto de problemáticas universales que dialogan con la actual crisis de los vínculos humanos caídos, cuya ausencia brilla tanto que ciega.


No porque haya pasado mucha agua bajo el puente quiere decir que no podamos examinarla. La revolución del afecto no es la única revolución pensable, pero su lógica nos recuerda que es vital reconocer cómo se construyó sobre lo que hoy nos paramos.


Marco Zapata / Andares Cine

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