LA EJECUCIÓN FALLIDA
Todos los que hemos leído un libro del que luego se ha hecho una película debemos tener siempre presente que es imposible una representación fidedigna de esa escritura en imágenes y sonidos, ni esperar la misma impresión emocional siquiera. Ni los guiones tienen esa función, pues. Faltara más, tratándose el cine y la literatura de artes tan distintas: imagen y palabra, que podrían ser parte de un mismo campo semántico pero con distinto revelado.
Confieso que desde mis tiempos de universitaria fui reticente a “Abril rojo” —novela del también guionista de esta película Santiago Roncagliolo donde aparece por primera vez el personaje de Félix Chacaltana Saldívar— por dos sencillas razones. La primera, porque el “ahondamiento” de la premisa base de la novela, el mito del Inkarri, no dice en absoluto nada nuevo sobre el mismo, no va más allá de lo que podemos hallar yendo a Wikipedia. Y la segunda, por querer darle el rasgo de quechuahablante al personaje de Chacaltana con el uso solamente de dos o tres palabras en ese idioma. Pero esa era yo con mis rigores juveniles de universitaria, y ese era Roncagliolo hace más de 15 años. Y además que esta película es una incursión de su literatura en el ámbito cinematográfico, situación que me indujo a leer su libro de título homónimo a esta producción en cuestión más una nueva lectura de “Abril rojo” como remate. Todo ello conducido por una curiosidad insana de comprender al menos un poco el tránsito de escritor a guionista que acaba de hacer Roncagliolo.
De la mezcolanza de imagen y palabra, de donde mi amor por ambas artes me tirantea, puedo apuntar algunas observaciones que espero sobrevuelen la posición complicada en la que a voluntad me he puesto. Para este ejercicio de análisis audiovisual primero debo zanjar con mis exigencias de lectora, pues Santiago Roncagliolo es el guionista que adapta su propia obra literaria, volviendo a imaginar su novela esta vez para la imagen de "acción real" como es una película; perfilando a su personaje Félix Chacaltana Saldívar para la corporalidad cinematográfica —el actor Emanuel Soriano en este caso— y así mismo desglosando “La pena máxima” literaria en imágenes y sonidos detallados que posteriormente serían filmados.
La ironía más grande que entrega La pena máxima —ya sea en el libro, y con posibilidad de haber sido más notorio en la película— es que basta que en este país uno sea un poquito pegado a la norma para desencadenar un cambio en nuestro espacio más cercano. Sin embargo, ese cambio, ese efecto, no concita laureles en un entorno viciado como el Perú, en el que la negligencia, la inoperancia y la chatura visual, es casi la norma. Entonces, emprender un trayecto a contracorriente para el cuarentón miope Félix Chacaltana es consecuencia natural de su personalidad: él no es un individuo de suma inteligencia sino únicamente alguien que encarna el orden y la ley, quien señala la mancha y eso lo hace “demasiado inteligente o demasiado huevón” —frase anzuelo del tráiler de la película, un tipo de símil al “Qué me mira, cadete. ¿Quiere que le regale una fotografía mía calato?” de La ciudad y los perros de Lombardi (1985)—.
Y ya que hemos entrado en perfiles de personajes y mencionado La ciudad y los perros, ¿no es acaso Chacaltana un Pantaleón Pantoja? Esa caricatura de rectitud militar, que en el cumplimiento de sus funciones elabora ceremoniosos informes y estadísticas sobre los coitos de su regimiento, lo mismo que Chacaltana indexando un archivo judicial; ambos ante elefantes blancos, molinos de viento, son como patéticos antihéroes quijotescos.
¿Chacaltana es un personaje del absurdo, tragicómico? Sí, no tan hilarante como el de don Panta, que dentro de todo es retratado con un poco de cuidado por Lombardi en su versión cinematográfica. En este thriller policial, Chacaltana y los demás personajes corrieron otra suerte, desarrollan a duras penas sus perfiles por la respectiva experiencia actoral de sus intérpretes más que por una dirección atenta de Michel Gomez. Para su adaptación cinematográfica, Roncagliolo no ha modificado en demasía la trama lineal de su novela, por lo mismo que los grandes defectos que resaltan surgen más de una producción floja, decisiones en la puesta en escena, negligencias logísticas tan posibles de evitarse como el uso de una sencilla caja más acorde con la época que se retrata, una que no parezca chuchería de un bazar del 2022 cuando contextualmente deberíamos estar en 1978.
En lo que va del año he podido ver algunas películas que son revestimientos audiovisuales de ficciones incoherentes o insuficientes —como La pampa (Dorian Fernández-Moris, 2022), por si quieren algún ejemplo—, no obstante —y eso no la exime de nada— con La pena máxima, pese a sus falencias, sucede paradójicamente lo contrario: es una ficción con trama coherente —y hasta ahí las flores para ella— pero que fue descuidada en el rodaje. Como evidencia está la exagerada, y mal ambientada Lima futboleramente fanática del mundial de fútbol de Argentina 78 como circo distractor de las dictaduras argentina y peruana, hermanadas en el Plan Cóndor, contexto en el que la película no tiene por qué ahondar al detalle cual reportaje de Historia. Es muy notoria la torpeza y el disfuerzo en la representación exagerada de esa Lima que celebra eufórica cada partido del mundial. A pesar de este remarco, es un recurso para generar contraste entre la animosidad popular con un Chacaltana distraído y nervioso, ausente para el júbilo, pero presente para la dura realidad. Y hacia el final es esta Lima aún distraída la que lo salva, "interviniendo" en la trama de forma decisiva y ello me resulta irónico, si no hilarante.
La subtrama amorosa entre Félix y Cecilia (Fiorella Pennano) sólo remarca la personalidad timorata de un cuarentón bajo el yugo de una madre castrante. Los dos clímax, de la trama y la subtrama, están relacionados, son inmediatamente sucesivos y se consuman yendo de la muerte/liberación al sexo/liberación, rebeldías enarboladas en la ficción pero risibles en la realidad: una hombría que se erige por la muerte de un viejo y la conquista irónica del espacio privado pero aún dentro del seno familiar —aquí considero que debió terminar la película, el final queda vago, pues el develamiento del destino del niño, parte de la investigación de Chacaltana, no tiene el efecto de impacto que se busca si ya antes vemos al par de ancianos cargando una criatura, y ya adivinamos un poco su suerte; pudo haber quedado también como incognita sin resolución, resultó muy innecesaria esa escena aclaratoria—.
Más allá del montón de reservas al guión escrito por el mismo Roncagliolo, creo que con La pena máxima fue el cine que le falló a la literatura. Pues las decenas de años de experiencia audiovisual —principalmente televisiva, es verdad— de Michel Gomez ponen más en evidencia su agarrotado pulso narrativo en lugar de acreditarlo. Por mi parte, tan sólo deseo algo básico sobre todas las artes: asociaciones estéticas, diálogos o debates que la necesidad de expresión/creación ejercen dentro de un mismo individuo o en varios, préstamos de la ciencia o todo de cuanto pueda valerse la cinematografía. Por dar algunos ejemplos: es innegable el aporte de nombres como el del poeta José Watanabe como guionista; y ampliando a otros territorios latinoamericanos, reconocer que la dualidad cine y literatura entregó películas de permanencia y relevancia como Invasión (1969) de Hugo Santiago, ideada junto a Jorge Luis Borgues y Adolfo Bioy Casares.
Las artes —esto no necesita un mayor sustento— no avanzan aisladamente, una tiene el ojo que le falta a la otra, y, finalmente extrapolando la película, toca ya abandonar la idea de que “en el país de los ciegos, el tuerto es Rey” si todos nacemos con la misma miopía.
Dixia Morales / Andares Cine