SENTIR EL CINE SOBRE LA MARCHA
Esperaré aquí hasta oír mi nombre, segundo largometraje documental de Héctor Gálvez, es una película que sobreexpone sus encrucijadas, desviaciones y replanteamientos como quien se va hallando sobre la marcha sin ocultar las huellas del camino andado. Deja a la vista las costuras de su realización que podemos entenderlas como un gesto autocrítico de su propio proceso que el montaje de Víctor Hugo Gámez Robledo no oculta. Sin embargo, advierto un estoico esteticismo que la misma película pedía abandonar a mitad del camino. Pero yo no soy Héctor Gálvez y podría estar incurriendo en una doblemente solemne contradicción de querer de la película lo que este texto pide. Pero en fin.
La película empieza con una bruma densa, de noche, en las alturas de Ayacucho. Gálvez -quien de entrada posa filmándose a sí mismo como evidencia de que veremos un documental en primera persona con él como personaje- y su equipo van camino a cumplir el itinerario de presentaciones de una obra teatral sobre desapariciones en el conflicto armado interno para las comunidades de Paria, Ccarhuapampa, Totos y Oronccoy. O ese era el plan.
Viajan. Saludan. Se instalan. Montan la obra. Conversan. Viajan. Y así.
Ya en plena dinámica, mientras se oye fuera del encuadre el desarrollo de la obra producida y dirigida por Maricarmen Gutiérrez, la cámara de Carlos Sánchez Giraldo reposa en las expresiones de los pobladores que parecieran recordar la tragedia con un hondo pesar tras cada parlamento y acto interpretado por los actores Kelly Esquerre, Beto Benites, Ricardo Delgado y Gerald Espinoza. La intención de Gálvez no era sólo presentar esta obra en algunos lugares donde sucedió la barbarie para proponer un acercamiento artístico a este duelo colectivo sino generar un intercambio de pareceres sobre los hechos representados en la puesta en escena. Un feedback, se diría también por ahí. Empático intento de vinculación entre artistas y espectadores cuyas reacciones no pueden ser pautadas, guionadas ni forzadas. Situación que pondría a prueba los oídos del director y el devenir de su proyecto itinerante que a su vez conducía su propia película.
Será el joven Josmer Toledano Vilca, alumno del colegio que otrora fuera cárcel y centro de totura, quien se encargaría de partir la película a la mitad. Con timidez y amabilidad que alterna con preguntas y comentarios, increpa a los artistas por los trágicos temas de su obra. Y es que no le encuentra sentido a mantener vivos los dolores de la guerra también con el arte. O, bueno, hacerlo de esa manera tan aciaga. El joven Josmer prefiere las comedias.
Aquella es una escena que podría tener valor autónomo para poner en cuestión desde dónde miramos y qué queremos enunciar con nuestras buenas intenciones artísticas y políticas en general. Como un recordatorio al cual volver ante cada arrebato biempensante. La rompió ahí Josmer.
De inmediato, Gálvez reacciona a la conversación con el perspicaz alumno, sincerándose: Esperaré aquí hasta oír mi nombre es el intento definitivo del cineasta para “desprenderse” del tema de los desaparecidos en la guerra interna que 18 años atrás se inoculara en él tras filmar una exhumación en un patio de colegio en Ayacucho. Más allá de que su tono culposo sea convincente o no, la confesión del director da un radical “giro a la trama” de la película: se cancelan las presentaciones de la obra de teatro en las comunidades, el viaje en adelante se torna incierto y desaparece su presencia como personaje. En su lugar, los testimonios representados por actores, salvo el primero de Kelly Esquerre frente a la cámara que funge como bisagra, son reemplazados por los de las mismas víctimas de tortura entre pesadumbre y oscuridad. No se ven los rostros y sólo escuchamos su dolor en quechua.
Un manto oscuro de solemnidad autoral, principalmente visual, cubre esos testimonios. Leo entrelíneas nuevamente a Josmer reparando sobre la estetización de “estos” temas y extraño ver los rostros de las personas que nos están hablando. Su ausencia puede responder tanto una decisión artística como de protección a las víctimas y me retuerzo en esa incertidumbre. Pero si me amparo en mis predilecciones como todos tenemos, hubiera querido acercarme más a la gente que nos estaba hablando que a las decisiones fotocinematográficas de los realizadores, pues sentí ahí una brecha que cuando debía angostarse, se anchó un poquito más.
Hacia el final, como quien continúa reconfigurando la película y ahora se reafirma en el tema de la misma por sobre formalismos, Gálvez vuelve a las exhumaciones. Allí Lucanamarca (codirigida con Carlos Cárdenas Tovar, 2009) y NN (2014), ambas películas suyas de la misma temática, se funden forzosamente con Esperaré aquí hasta oír mi nombre a manera de epílogo trenzado entre las tres películas. En este epílogo advertimos un cine más directo, menos estilizado como hasta entonces, como quien intenta dejar ir a la realidad en su representación más objetiva posible, si acaso eso es posible. Y como quien cierra su círculo volviendo al punto de partida.
Pero antes de los créditos finales vemos a un niño mirando fijamente varios cráneos que encontró en su camino. Héctor Gálvez es cineasta y por ello mismo nunca renunciará al artificio. Más que despedida, creo que esa escena lo trajo de vuelta al tema o es el tema que aún no lo deja tener otros sueños.
John Campos Gómez / Andares Cine