A veces más difícil que escribir -aunque algunos digan que es fácil- es encontrar el ángulo desde dónde uno se ubica para hacerlo. Escribir de cine puede superar su noble función analítica para (ex)tender puentes de diálogo con realizadores jóvenes que tras su primera experiencia con las cámaras podrían querer filmar para siempre. No es poca cosa y tremenda responsabilidad -creo yo cariñosa- puede abrumar tanto como también emocionar.
Recientemente por la cuarta edición del Festival de Cine Universitario Render pude acercarme con paciencia a ocho trabajos de diferentes características que los programadores Gerson Ferrer y Giancarlo Espinoza eligieron para hacer un muestreo heterogéneo de la actual diversidad estilística en la producción audiovisual estudiantil peruana. Es interesante que la sección se titule Narrativas y lo primero que uno reconoce al recorrerla es la intención curatorial de ampliar la idea de narración más allá de las ficciones de inicio-nudo-desenlace con actores-elegidos-por-casting que algunos centros de estudio se esfuerzan en perennizar hasta no sé qué siglo. Una decisión desprejuiciada la del festival que intenta refrescar un concepto de fuerte carga canónica en la historia del cine.
Adelanto que el propósito de mi recorrido por estas ocho narrativas no pretende reconocer “lo logrado” ni identificar “lo fallido” en cada una de ellas sino de ubicarme como espectador entre las intenciones de programación del festival sobre lo que ya dije alguito en el párrafo anterior, los estilos representados en los trabajos exhibidos y lo que se puede identificar expresivamente entre aquella diversidad tan disímil como real que convive en un mismo espacio: no sólo el del festival Render sino del cine peruano contemporáneo en general.
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Como la misma programación lo propone, empiezo alfabéticamente con Abril de Antonella Bravo González en cuyos créditos figura la PUCP como coproductora. De los ocho seleccionados este es el único trabajo abrazado oficialmente por la institución educativa de los realizadores. ¿La Universidad Católica habrá puesto plata? ¿Habrá brindado equipos, asesoría profesional u otro tipo de recurso de producción? ¿Lo dejó sólo como tarea a sus estudiantes? Ni idea. Lo único que sé es que su logo sale grandote al inicio del corto y hasta allí con ese tema.
Abril se plantea como un retrato audiovisual sobre la elaboración de un autorretrato. Doble capa de representación allí: el de una apesadumbrada chica de 22 años interpretada por Arelí Arias, coguionista y directora de arte de este trabajo, que entre hondos silencios intenta dibujarse a sí misma en un lienzo. Se nos oculta su rostro que se irá revelando a través del dibujo en proceso durante el metraje. Reafirman su aflicción y soledad lúgubres escenas de animación a cargo de Leo Infantas Loayza que no sólo se intercalan episódicamente en el proceso del autorretrato sino que además aportan progresivo desarrollo del personaje hacia un autorreconocimiento quizás no más luminoso pero sí menos oscuro.
Abril tiene un final feliz agridulce: se logra completar el autorretrato, pero entre lágrimas en la única vez que vemos el rostro de Arelí en primer plano. Me parece particularmente interesante cómo estos jóvenes realizadores representan y desenlazan este relato sin caer en la clásica dicotomía de la fatalidad dramática o el optimismo del happy ending, expresándose con aplomo sobre un estado de ánimo ambigüo y grisáceo. Y es que la congoja también puede ser un modo de estar en el mundo y de crear en él.
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Arriba, a 4842 msnm, en el Apu cusqueño Pachatusan, Micaela Illary Camacho Fernández Baca filmó Abuelo montaña prácticamente en solitario, apenas en compañía de su peregrino protagonista Fernando Tisoc y un simpático perrito. En un salto pasamos de un trabajo grupal como Abril a una obra que cuenta sólo con el crédito de su directora. El cine es en esencia representación audiovisual y no conozco regla que obligue a los cineastas a filmar de una sola manera. Libertad creativa y de acción para emanciparse, se oyó por ahí.
Abuelo montaña es narrativamente lineal: Fernando Tisoc sale temprano de casa para ascender al Apu donde ofrenda una apacheta, toca apaciblemente la quena, canta emocionado y chaccha hojas de coca como ceremoniosos pasos de este solitario ritual enmarcado en apreciables planos generales de las imponentes montañas andinas. Pese al paso del tiempo, Fernando mantiene su íntima relación con la naturaleza en paralelo a la aún joven Micaela que inicia un vínculo también íntimo con la creación audiovisual. Estrecheces que fortalecen sus propias maneras de estar en el mundo.
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Canto perdido de la arequipeña Luciana González Condori intenta desentrañar a través de varias conversaciones con parientes suyos el mito familiar sobre la muerte de Luciano Tomás Condori, abuelo de la directora quien dícese no pudo recuperar nunca la cordura tras oír el canto de una sirena.
¿Acaso los mitos son más reales -o realistas- si se les cree profundamente? ¿En creer está la verdad? ¿Transmitirlos en el ámbito privado hace que trasciendan del imaginario popular hacia una herencia familiar? ¿O sea, hace que se “oficialice” la historia? Creo finalmente que en lugar de desentrañar el mito, Luciana se embebe de él. Cada reflexión suya entre diálogos acaricia el sirenesco relato paulatinamente con menos extrañeza. La historia del abuelo es triste pero lo es aún más misteriosa y no rehuye de ello.
Ya que sabemos que el cine documental no se trata expresamente de revelar verdades -si acaso eso es factible-, puede recibir desprejuiciadamente influencias ficcionales para construir distintas narrativas. Y es que si el documental no necesariamente dice la “verdad”, la ficción necesariamente tampoco “mentiras”. Al final se trata de representaciones y puestas en escena al servicio de las películas que se quieren hacer. Es así que con Canto perdido Luciana González hurga en la memoria familiar acerca de un hecho consensuadamente extraordinario para interpelar discursivamente la fragilidad del hombre contra la tentación. Con cariño y respeto.
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Una bonita coincidencia resultó que el montajista y editor de sonido de Canto perdido presente en esta misma selección un trabajo animado de su autoría.
El sonido del sol de Alessio del Pozo Temoche, tal como Abril de Antonella Bravo González, recorre el camino de autorreconocimiento de su protagonista: Silvia -en voz de Greccia Ipenza Murillo-, una chica que sufre el dilema de cohibir su sexualidad en un contexto de cotidiana intolerancia, odio representado por una apabullante marea rosada (o magenta) en clara alusión a la mancha ultraconservadora y matonesca de “Con mis hijos no te metas”. Si bien el corto tiene un claro discurso reivindicativo en favor de las minorías sexuales, un tono cursi atraviesa su historia y desenlace.
Pero el cine también es técnica, más aún cuando de animación se trata, y Alessio del Pozo destaca en su trazo sobrio, contrastes cromáticos, tempo narrativo y principalmente en la composición del fulgurante sol que simbólicamente determina el grado de cercanía o distancia de Silvia al calor de su amor propio. Un calorcito necesario para liberarse del miedo.
5
Volvemos a Arequipa, específicamente a su Plaza de Armas, para homenajear a tres longevos fotógrafos de turistas que nos cuentan con alto grado de nostalgia y melancolía las contrariedades de su oficio antes, durante y después de la pandemia.
Hacedores de memorias de Luis Ramos Apaza sería un documental de entrevistas bastante convencional si no fuera por dos recursos ficcionales que se desajustan del formato y le aportan un poquito de audacia a una puesta en escena que en líneas generales es bastante conservadora en forma y solemne en tono.
El primer recurso es una narración off que pareciera interpretar emotivamente el propio director pero que está a cargo de Eric Alpaca, quien también figura en los créditos como asistente de producción. El segundo -que se entrelaza con el primero- es una actuación de quien también pareciera interpretar la dolida voz nostálgica, sin embargo se trata de Aaron Carrasco que pone el cuerpo como si la reflexión del corto y/o la voz que declama los textos fueran suyas. Pues eso: que las narrativas cinematográficas pueden servirse de infinidad de recursos audiovisuales sin disculparse por haber profanado nada. El cine y sus artificios.
Algo sí bastante molesto es que a lo largo de los quince minutos de Hacedores de memoria se escucha continuamente la misma pista: “Veracruz” del mexicano Quincas Moreira. De hecho, no tengo nada contra tan agradable melodía sino que creo que se puede emplear mejor la música en el cine que como rellenador de silencios.
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Continuamos en Arequipa.
Nazareth Vega es una muy joven -nació en el año 2000- y prolífica realizadora que, además de contar con unos cuantos cortometrajes de su autoría presentados en diferentes festivales nacionales (como El círculo de 2019 y Date night de 2021), se encuentra finalizando su ópera prima titulada Revolución, de la que se pudo ver una versión previa en el Festival de Cine de Lima del año pasado y que esperamos comentar tras su inminente estreno.
El cuarto Render seleccionó Interno, un breve dramón que se regodea en sobrecargados detalles de dirección de arte que saturan visual y simbólicamente una premisa muy simple. Dante, un introspectivo chico que exterioriza sus remordimientos a través de sombríos dibujos, recibe la repentina visita de una vieja aunque jovencita amiga que le traerá de vuelta los más aciagos recuerdos. Su misteriosa conversación, que subirá de intensidad hasta los gritos, conduce sonoramente todo el relato que se va revistiendo de barroquísimas escenas de evocaciones oníricas y surrealistas como si se tratara de una pesadilla videoclipera.
Nazareth Vega y equipo -principalmente Raúl Rossel en la cinefotografía y Aline Jiménez en la dirección de arte- toman riesgos en la puesta en escena formal de Interno. Qué duda cabe que es un gesto meritorio. Sin embargo, las alegorías propuestas acarrean una función más decorativa que simbólica, más ornamental que expresiva. Como quien quiere rellenar un vacío argumental con multicolores escenografías, efectos destemplados y abstracciones que redundan en la narrativa y chirrían en lo sensorial. Quizás menos pudo haber sido más.
No obstante, extiendo un saludo a los realizadores del colectivo audiovisual Toma 7 que viven su vocación cinematográfica incansablemente obra tras obra.
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Y ahora pegamos un salto kilométrico hacia el norte del país.
Aprovecho para resaltar que en el último tiempo las producciones lambayecanas producidas y/o asesoradas por Norcinema están marcando una fuerte presencia en los diversos festivales y pantallas alternativas del territorio peruano. Al verano del 2022 Norcinema ya cuenta con un corpus de decenas de títulos que se me antoja abordar en conjunto en una próxima ocasión. Quizás en una especie de video, ¿o audio?. No sé.
Ahora me compete únicamente Parafina, dirigido por Fabiana Custodio y Fátima Tejada, que es un documental performativo -según la clasificación del tío Bill Nichols- en piel y voz del comunicador LGBTI+ Virusenzo, quien nos comparte con tono apesadumbrado pero cargado de hartazgo la dura cotidianidad que soporta en este contexto tantas veces intolerante.
Varias texturas visuales se intercalan sin prisa ni estridencia para alternar el testimonio dolido de Virusenzo con los mensajes homofóbicos que recibimos constantemente de los medios de comunicación y de la calle misma. Ello como simulacro simbólico de su día a día. Entretanto se nos presenta el cuerpo del protagonista por detalles -como si estuviera fragmentado-, marcado por profundas cicatrices, tembloroso y reblandecido hasta que descomprime su pesar a través de una grácil danza con la que concluye el documental. Toda una acción performativa que transita del sufrimiento a la liberación en nueve exorcizantes minutos. Quizás menos efectos de videoartísticas disolvencias le hubieran aportado más contundencia dramática a su sensible final.
Como Abril, en la praxis Parafina es una obra grupal, más colectiva. Prácticamente todo el equipo técnico, incluido su protagonista, firma la producción de esta obra. Aunque específicamente la cámara y el sonido -funciones fundamentales en el formalismo de cualquier trabajo audiovisual- están a cargo de Joao Alexander Sócola Meza, quien junto a las directoras mete mano también en el montaje al igual que María Fernanda Calopiña en paralelo a su exclusivo rol en la composición musical. Todos ahí creando en mancha.
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Uy. Cine con sabor a barrio. Ese que siempre he sentido que me hace falta para ser un cinéfilo menos renegado de lo que veo en pantallas peruanas, principalmente en las limeñas. Y es que uno regresa hasta Juliana del Grupo Chaski (1989) y no se entiende dónde quedó extraviada esa tradición achorada que el mismo colectivo fue perdiendo con el paso del tiempo y falta de actividad. Para no ser tan quejoso, aprovecho para saludar a Héctor Gálvez que con su entrañable Paraíso (2009) hizo respetar la tradición de marras con cinematográfica honestidad.
Con el anteriormente mencionado extravío no me refería a estilos narrativos ni a modos de producción sino a sensibilidades afines para representar la clase popular sin maquillaje burguesón (El evangelio de la carne de Eduardo Mendoza, 2013), explotación miserabilista (Rosa chumbe de Jonatan Relayze, 2015) o rollito biempensante (Dioses de Josué Méndez, 2008).
Ya mirando el presente con más optimismo, entre la mancha de Yacana Producciones -cuyo contenido se especializa en temática sociocultural no sólo en cine sino también en videoensayos- y un oficioso grupo de alumnos de la privadísima UPC -prejuicios afuera, gente- presentaron en esta selección Se alquila cuarto de Renato Jimeno. Una historia donde los cerros de San Juan de Lurigancho y del Rímac no fungen de telón de fondo sino que aportan fehacientemente el contexto y sus severas condiciones cotidianas. En todos lados podemos ser dignamente felices pero no siempre de la misma manera.
En las alturas populares de Lima viven padre e hija urgidos por alquilar un cuarto que tienen disponible en la azotea de su casa y así parchar las deudas que los abruman en vísperas a las fiestas de fin de año. Cosa dura. Raúl, el padre, es el típico pendejo que sobrevive de coimas, evasiones y timos. Hace la del vivo si le dan chance. Así mismo, su hija es la contraparte moral y aleccionadora de la relación. Activa, jovial pero de carácter fuerte. Ambas personalidades opuestas representan un latente cortocircuito que pasará de lo simbólico a lo literal en el clímax de la película.
Se alquila cuarto no apela a redenciones morales de superación personal ni aspira a reflexiones socioculturales sobre la pobreza en HD. Su final es amargo, incluso desolador, pero Renato Jimeno nos propone acompañar -e intentar comprender sin lástima- la sufrida rutina que padre e hija sobrellevan estoicamente uno al lado del otro.
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Ocho narrativas cortas después, el cine peruano continuó latiendo y nosotros sentimos más intensamente ese pulso.
John Campos Gómez / Andares Cine.